Ser gorda en una sociedad obsesionada con la delgadez es un dilema. Por que dos industrias compiten por tu atención y, a ambas, más que tu bienestar, les interesa que te vuelvas consumidora de sus productos o servicios. Por un lado te seducen con manjares deliciosos obtenibles a todas horas del día, y al mismo tiempo te ofrecen una gama de opciones para bajar los kilos que la insaciable producción alimentaria genera en sus usuarios.
Pero tal vez las dos industrias son la misma. Ambas te procuran soluciones externas a problemas internos: una sirve para tapar tu ansiedad y vacío con la compulsión oral, y la otra, en su faceta más mercenaria, se entromete con las funciones naturales de tu sistema – con pastillas y procedimientos quirúrgicos que buscan resolver de tajo lo que tomó años en acumularse – dañando, a veces irreparablemente, el delicado y milagroso sistema corporal.
Cuando batallas con tu peso, vives con ambivalencia y ciertamente con una acusación implícita de falta de control, acompañada por un rechazo social. Ese desprecio viene cargado con comentarios a veces descuidados y a veces malintencionados. Esas voces sólo duelen por un instante, y ese dolor es paliado por el siguiente antojo que te permites.
¿Qué es lo que no quieres sentir? ¿Cuánto miedo tienes acumulado? ¿Te forzaron la comida, o te la ofrecieron como compensación emocional, para aliviar alguna culpa o solventar la soledad? ¿Acompañaron tu educación alimentaria con premios y castigos?
¿Hasta qué punto puede ser tu exceso de peso una sexualidad reprimida, una defensa al acercamiento íntimo? ¿Hasta qué punto tapas con “humor” todo ese dolor que no te atreves a mostrar hacia afuera? ¿Tienes miedo de lo que la gente piense de ti? Cómo pesan las miradas ajenas, cómo dificultan el mirarse a una misma con compasión, con amor, con apreciación, con relajación, con aceptación. Nadie te enseña cómo comenzar a amar tu cuerpo.
Que desesperanza ser testigo interno de ti misma, ya sea desde tu infancia o cuando, en algún período de tu vida, de repente comenzaste a subir, primero imperceptiblemente y luego en un crescendo donde la compulsión se volvió imparable. Vives la lucha interna de tus dos yos, aquél que sabe el daño que te haces y aquél al que no le importan las consecuencias de tus acciones.
Las soluciones “inmediatas” que no implican un proceso de auto-conocimiento, sanación, aceptación y cambio de hábitos a largo plazo, cortan las ramas de tu ansiedad, pero no llegan a la raíz. La hiedra volverá a salir por otro lado, porque no le puedes mentir a tu cuerpo.
La maravilla del cuerpo es su capacidad de adaptación, de ir desde lo más flaco de huesos pegados a la piel hasta la expansión máxima, como el hombre elástico, llegando a la deformidad expansiva de poblaciones enteras que están desconectadas de sus sistemas emocionales. Las consecuencias de llevar tu sistema corporal al límite son muchas, aun si regresas de manera saludable a un peso proporcional a tu altura, tu género y tu historia familiar.
Ése es el precio que pagamos, la cada vez más creciente obesa sociedad, por no mirar nuestros cuerpos desde la perspectiva apropiada. Vivimos batallas corporales que terminan con muertos y heridos de por vida. La obesidad es un vacío espiritual. Es un aferre a lo material, un no querer soltar ni el juicio, ni el dolor, ni el placer, ni el abandono, ni siquiera para sobrevivir. Es una muestra del reino del caos en un mundo obsesionado por el control. A nivel individual, no nos podemos controlar. A nivel colectivo, tampoco.