“Entre riñones y riñones artificiales”
Estar desahuciado a la edad de 10 años es un duro golpe que puede cambiarnos la vida.
Al igual que mi hermana menor, yo nací con una enfermedad congénita llamada Cistinosis que genera en los niños Insuficiencia Renal Crónica Terminal.
A los trece años de edad, mis riñones dejaron de funcionar. Sin embargo, mi vida conoció la esperanza que brinda el tratamiento de la hemodiálisis, gracias al cual sobreviví año y medio hasta que llegó mi primer trasplante renal cadavérico.
Para un adolescente de 15 años, dejar atrás los mareos, el cansancio permanente, “las bajas” de presión, el peligro constante de que se me elevara el potasio y dejar atrás las sesiones de hemodiálisis -donde permanecía atado a esa máquina tres veces por semana durante cinco horas-, significa tanto como nacer por primera vez. De pronto descubrí lo que era tener hambre y comer por gusto, no por necesidad ni obligación. Pero lo más importante y maravilloso fue sentir una energía jamás experimentada y que me daba por vez primera en mis 15 años la sensación de poder hacer lo que realmente quisiera con mi vida, sin límites físicos. De pronto, el tiempo se convirtió en mi bien más preciado y mi meta fue aprovecharlo al máximo. Decidí que nunca dejaría pasar una oportunidad para ser mejor.
Gracias a ese trasplante terminé mis estudios universitarios y empecé a viajar por el mundo. Actividad que se convirtió en una pasión y por la que he vivido incontables momentos extraordinarios.
En 1985 dejó de funcionar mi primer riñón transplantado. Volví a hemodiálisis y mi vida regresó a los cuidados físicos. Tenía la esperanza de volver a ser trasplantado, situación que afortunadamente llegó un año tres meses después con otro riñón cadavérico.
La vida me había brindado una tercera oportunidad y no podía desaprovecharla sin importar lo que durara. Seguí viajando por el mundo, formé mi propia empresa, realicé estudios de postgrado y practiqué muchos deportes. Me casé y comencé a interesarme en las personas que, como yo, sufrían de insuficiencia renal.
Mi vida fue realmente plena y gocé cada minuto de los 13 años que duró mi segundo riñón trasplantado.
En 1999 regresé por tercera vez a hemodiálisis. Triste porque la sombra de la enfermedad volvía a opacar mi vida pero sin perder la esperanza de volver a ser trasplantado y, con ello, vivir como sé que se puede vivir con una donación cadavérica de alguien que, de manera altruista, decide donar sus riñones con la intención sincera de ayudar. Mi salud volvía a depender de una máquina.
En medio de esta situación decidí dedicarme de tiempo completo a servir a la gente que en México necesita un trasplante de órgano o tejido. No tenía idea de cómo me iba a mantener económicamente, pero había tocado fondo. Ante lo negativo de mi vida, lo único positivo era la gratificación espiritual de dedicarme de lleno al servicio.
Actualmente tengo 45 años. Han pasado 30 desde mi primer trasplante. Mi hermana falleció a los 20 años de edad esperando un riñón que nunca llegó. Mis posibilidades de recibir un tercer riñón son muy bajas por mi alto índice de rechazo. Aún así, estoy decidido a ir por mi tercer trasplante cadavérico. Sin embargo, esta vez reconozco que más allá de cuánto tiempo y cómo pueda vivir, lo más importante es servir a los demás minuto a minuto y hora tras hora, porque al final, todos nos vamos a ir y lo único trascendente y que realmente vale la pena es aquello que hicimos durante los años en que se nos otorgó la magnifica oportunidad de estar vivos.
Para mi, los riñones, sean naturales o artificiales, son algo digno de celebrar.
[[Testimonio de Gerardo Mendoza Valle, Director General de la Fundación Nacional de Trasplantes A.C. (FUNAT)]]