La música nació con el hombre. Papiros del año 1,500 AC. daban cuenta ya del valor que concedían los médicos egipcios a la música como aliada de la fertilidad femenina. Y por su parte, la Biblia, en el Antiguo Testamento, refiere cómo David interpretaba música curativa para el rey Saúl.
Los griegos le arrebataron a la música los dones mágico-religiosos que le habían otorgado otras culturas, pero Aristóteles y Platón la consideraban una herramienta imprescindible para prevenir enfermedades y curar fobias.
Sin embargo, fue hasta 1910, cuando el trabajo del músico y pedagogo austriaco, Emile Jacques Dalcroze, creó la llamada Terapia Educativa Rítmica destinada a sanar enfermos.
Ahí nació la musicoterapia. De hecho, desde 1958, la Academia de Viena dicta cursos especializados en musicoterapia que se aplican luego en hospitales psiquiátricos y neurológicos.
Y actualmente se trata de una disciplina que puede estudiarse a nivel universitario en países como Reino Unido, España, Alemania, Brasil, Argentina o Chile. Las razones: la música influye en los centros nerviosos responsables de las emociones y el aprendizaje. Y puede ser también un poderoso catalizador de los procesos de curación.
En palabras del Centro de Investigación Alemán para la Musicoterapia, uno de los organismos más reconocidos en la materia a nivel mundial: “Las enfermedades se originan en el cerebro tras la emisión de estímulos que se traducen en daños al cuerpo o la mente. La musicoterapia contrarresta este efecto, esto es, genera estímulos que relajan el cerebro y anulan los impulsos que provocaron la enfermedad”.
Y ensayos clínicos, documentados en la publicación Cochrane Library –referencia mundial en materia de medicina científica– demuestran que la música reduce el dolor y la necesidad de analgésicos en pacientes postoperados. Concretamente, su efecto es equivalente a una dosis de 325 gramos de paracetamol.
En medicina alternativa, los problemas de insomnio con frecuencia son tratados con música de cuerda y ritmos suaves, como Chopin (Nocturnos, Op. 9, 15 ó 62), Pachelbel (Canon en re mayor) o Debussy (Preludio para la siesta de un fauno).
Las depresiones, por su parte, requieren melodías tristes que evolucionan hacia lo dinámico, como Rachmáninov (Concierto para piano número 5), Handel (Música acuática), Beethoven (su único Concierto para violín) y Dvorak (Sinfonía número 8 en sol mayor).
En tanto, malestares ligados a la menopausia responden positivamente a piezas de Bach (Concierto de Brandenburgo número 3), Chopin (Preludio en la mayor), Beethoven (Andante de la 5ª Sinfonía) o Mozart (La flauta mágica).
Y los pacientes de tratamientos de alcoholismo reaccionan de forma muy positiva a la música Brahms (Sinfonía número 1 en do menor Op. 68), Bach (Tocata y fuga en re menor BWV 565) o Mozart (Sinfonía número 41 en do mayor, Júpiter).
Un ejemplo más, las enfermedades de tiroides evolucionan favorablemente ante la obra de Tchaikovsky (Marcha eslava opus 31), Schubert (Ave María) o Tosselli (Serenata). Todos, ejemplos de que mente y cuerpo, son absolutamente indisolubles.