noviembre 20, 2024

Testimonio: vivir en un psiquiátrico

Julia Camargo Zurita
Julia Camargo Zurita

Quizá me precipite, sé que es el correctivo de mi madre, no es para tanto. Ya llegué hasta aquí y a ver qué pasa, ella no va a poder más que yo.

¡Julieta Molina!… anunció la bocina.
-Sí, aquí estoy.
-Pásele y quítese toda la ropa, ¿viene alguien con usted?
-Sí, mi mamá.
-Entréguesela y conserve los zapatos, aquí está una bata. El trámite de admisión se llevó la mañana. La carta de hospitalización contenía errores en el nombre, fue entonces cuando Julieta recordó su nacimiento: el cuarto era azul, las chambritas, mamelucos, incluso la cunita; todo estaba listo, salvo el hecho de que al nacer había sido mujer.

A su madre le costaba trabajo mirarla, qué desilusión, el varón tan esperado se tardaba, era el segundo embarazo y nada. El padre miraba de reojo: ¡Pronto llegará!

De repente hizo la aparición: su hermanito. El tercero, al fin, un mocoso rubio, ojos verdes, con caireles, qué ridículo; y lo predecible fue real: la atención familiar se focalizó en él: las miradas, las caricias, el amor.

Como buena triada la repartición del cariño cumplió la ecuación: su hermana mayor ganó el del padre y el “mocoso” el de la madre. Ella… nada.

Aquella falda que tanto trabajo le había costado coser y la blusa que Arturo, el primer hombre que la hizo sentir mujer, le había traído de Oaxaca, quedaron en la silla, testigos de ese pasado que a su madre le ocasionaba constante vergüenza.

Si tan sólo hubiera guardado ese “toque”* en mi cajita, pensó.

Encaminada por una enfermera se dirigieron al ascensor. Se abrió la puerta del pabellón siete, sólo para mujeres.

-¿Ay mi’jita, pues cuántos años tienes?
Le pregunto la enfermera en turno.
-Dieciséis.
-Mira, aquí está tu cama, la número veintiocho. Estás muy chiquita y ya toda una drogadicta, a las ocho se apagan las luces, más te vale dormirte, no quiero problemas.

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Estaban en un cubículo con capacidad para seis pacientes, era un páramo de mujeres sin fuego en el corazón. Ahí conoció a Miriam, una mujer de la costa, muy delgada, embarazada, fumaba cigarrillos uno tras otro, depositaba la ceniza en la palma de su mano y la comía.

-Ella es una paciente en tránsito, cuando se embaraza, se hace la loca y los tiene aquí. Comentó la enfermera.

Enfrente estaba Toña, sentada en la cama balanceando sus pies en peso muerto, único movimiento posible después de haberse dedicado a inhalar cemento, daño cerebral ¿14 años?

La cama de junto le pareció más acogedora, estaba junto a la ventana.
-¿Me puedo dormir aquí?
-¡Esa cama es de Violeta, se escapó anoche!, gritó otra paciente.

Después los doctores comenzaron a escarbar su sombra, infinidad de análisis para descubrir sus por qué y erradicar aquello que la hacía diferente.
Pasaban los días, desayunaba en la cafetería de la planta baja, miraba a los otros y poco a poco fue conociendo a algunos pasantes de psiquiatría.

Están más zafados que yo y son doctores, pensaba.
Tomó el elevador para ir a su pabellón, se abrieron las puertas y se topó de frente con un hombre de escasos veintidós años, piel trigueña y ojos cafés, venía acompañado por un sujeto mayor de pelo blanco y con acento extranjero. Se vieron a los ojos con una mirada dulce.

-¿Cómo te llamas?
-Julieta, ¿y tú?
-Carlos, ¿estás de visita?
-No, soy paciente.
-¡Ah! igual que yo, estoy en el piso nueve, ¿por qué te ingresaron?
-Me peleé con mi madre, creo que me odia y aquí estoy ¿y tú?
-No sé, no escuchan las voces que yo oigo y me da miedo lo oscuro, una vez me aceleré tanto que golpee a un maestro y me trajeron para acá.
Se abrió la puerta.
-Bueno, hasta luego.
-Te busco.

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Sentada en la cama lo recordó toda la noche, hasta llegó a pensar que valía la pena estar ahí. Quería verlo otra vez, saber más de él.

Amaneció y con el pretexto de ir con la trabajadora social, salió a buscarlo. Sólo podían coincidir en el elevador, debía tener mucha suerte para encontrarlo.

La puerta se abrió, ahí estaba, hermoso, irradiando, su deseo por ella y ella por él.

-Hola, dijo Carlos
-Hola.

Y en ese momento sus labios se encontraron en un beso prolongado que duró del piso nueve a la planta baja.

Julieta sintió que el corazón se le salía del pecho, se dice que ese músculo sólo tiene funciones de circulación; pero le dolía de tanto deseo, de tanto calor, dolencia de estar con él, de esperar para coincidir con él en el elevador. Se besaban y Julieta se inundaba de ese sentimiento que tantas veces le fue negado. Así se amaron durante siete días. Los más hermosos de su corta vida.

Pasaron varios días y no volvió a verlo nunca más. Dicen que sus familiares lo llevaron lejos, muy lejos, y aquél hombre que lo acompañaba, vino por él, para internarlo en el extranjero.

Julieta se sintió más sola que nunca.

Después de una semana regresó Violeta, la paciente que se había escapado justo el día en que Julieta llegó, estaba asustada, golpeada, narcotizada.

-Ésa es mi cama, ¡Quítate de ahí!,
-Sí, está bien, sólo la guardaba para ti, pero no te enojes.

Durante la noche dejaron a Violeta en el cubículo de aislamiento donde varias habían muerto por descuido y olvido, bajo el argumento de que se calmara.

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Se conocieron poco a poco, incluso se llegaron a querer, se apoyaban y se encubrían.

Una noche que no podía dormir, Violeta le dijo:
-Pídele una pasta** a la enfermera, sí te la da.
-Señorita no puedo dormir, ¿me da algo?
– Si, pero ya cállate.

La enfermera le dio dos pastillas, Julieta durmió toda la noche y parte de la mañana, no podía volver en sí, comenzó a parpadear y al hacerlo vio la figura de esta mujer grande y robusta que había sido entrenada para lograr el sometimiento físico y emocional de las pacientes. La arrastró hacia las regaderas, abrió el chorro de agua helada y el frío hizo que abriera de golpe los ojos.

-¡Despabílate que vienen los doctores a pasar visita!
-Estoy muy mareada y tengo sueño.
-¡Cállate o te doy!

Con sus toscas manos la mantuvo sentada en la cama hasta que se fueron los doctores, y recordó por qué llegó ahí, una vez más ese rechazó, el de su madre, el de todos. Mojada hasta los huesos y con una tristeza que la acompañó toda la vida, terminaron los exámenes.

Al fin su carta de alta, despedirse de Violeta no fue fácil, su amiga permanecería mucho tiempo más, la olvidaron en ese lugar, su familia no la podía mantener y su padecimiento mental era irreversible.

Durante muchos años, la curiosidad por escarbar su pasado la acosó, hasta que finalmente regresó para tratar de entender esa etapa de aislamiento. Al salir la respuesta del médico aún le provocaba un sabor ácido en la boca:

-¿El Dr. Carrillo?
-Sí
¿Doctor cuál fue el diagnóstico?
-¿Cómo te llamas?
– Julieta.
-Mmm sí, tenías una fuerte desorientación.

*Cigarro de marihuana
** Medicamento para dormir

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