Cuando la vida se vuelve eterna

Por Laura Celma Rojas, psicoterapeuta. Vínculo Colectivo. Antes que la vida y la muerte se conocieran, ambas vivían en completa soledad.

Chica sonriendo
La muerte y la vida intercambiaron su aliento a la distancia, de su deseo nacieron tres hijos: el primero fue nombrado propósito, el segundo amor y el tercero tiempo, a través de ellos se hacen regalos todos los días.

La vida era una luz llena, blancura y pureza, ruido ensordecedor de trompetas, de una tez suave y aterciopelada, con viento cálido de hoguera encendida, pies de piedra, cabellos como raíz de ahuehuete, con mal apetito pero de buen humor, inocente, siempre despreocupada, pintaba nubes de formas extrañas, aficionada a la procrastinación.

La muerte siempre estaba en respetuosa oscuridad absoluta, en completo silencio pacificador, fría pero sin viento, áspera y agrietada, con pulmones de tierra húmeda, sin ojos pero con boca.

Pies pequeños y grandes alas, siempre hambrienta, coleccionista de culpas que mantiene en jaulas, cultivaba maleza en el desierto del miedo, perfeccionista y a la vez totalmente desinteresada, era exacta en sus horarios que le marca el tic tac de su viejo reloj de una sola manecilla.

Un día la vida se sintió aburrida, debió pasar unas horas o un par de milenios, hasta que por fin le asaltó un espíritu aventurero, ella que no conocía el temor y siempre daba por hecho el día siguiente, decidió caminar con gran dificultad con sus pesados pies que dejaban huellas muy marcadas por donde pasaba, no se sabe cuánto caminó, pudo ser un día o cien años y de momento solo se cansó, paró, y sus ojos cegados por su luz no veían ninguna diferencia, ya pensando que no había sido buena idea, se recostó, cerró los ojos unos segundos o tal vez una era completa, al despertar y temiendo que fuera un sueño, vio una ventana redonda que estaba abierta, la muerte se asomaba en ella.

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La vida de inmediato quedó totalmente enamorada, la muerte que no tiene ojos, sintió por primera vez un calor que calmaba su apetito, simplemente supo que no podría nunca más estar sin aquello.

Ambas intentaron acercarse, la vida rápido y la muerte con cautela, en el medio sucedía un milagro, la luz de la vida y la oscuridad de la muerte hacían posibles todos los colores con su respectiva sombra, nacían bosques, cantaban las aves, se levantaban montañas, había nieve y fuego en los volcanes, corría el agua en los ríos y descansaba en los lagos, cuevas y llanuras, ciervos y conejos, peces que saltaban, fogatas danzantes con cantos, risas y llantos, habían arcoíris, tormentas y azules celestes, había perfumes, formas, humo y música.

Sin embargo algo pasaba, por más que avanzaban no podían tocarse, hicieron cuanto pudieron por estar cerca pero no lo lograron, de repente el dolor fue insoportable, jadeantes por fin entendieron que no necesitaban estar juntas para ser uno solo; la muerte envió una corona de espinas, la vida devolvió una vela encendida, a gritos se juraron amor eterno, fue la unión perfecta con más testigos, era un día de fiesta y de profunda tristeza, el sol y la luna se conmovieron y de ellas su amor aprendieron.

La muerte y la vida intercambiaron su aliento a la distancia, de su deseo nacieron tres hijos: el primero fue nombrado propósito, el segundo amor y el tercero tiempo, a través de ellos se hacen regalos todos los días, siempre que algo es enviado a la muerte, ésta devuelve algo a la vida, con cada regalo nace estrella y con cada estrella un suspiro.

Ambas fundidas por siempre en la luz y las sombras, en los ojos tristes y en la sonrisa abierta, en el anhelo y la fortuna… la vida dando motivos y la muerte perspectiva.

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Imagen cortesía de Depositphotos



Escrito por

Redacción, Plenilunia Sociedad Civil Fundada en el año de 2004, Plenilunia es una Sociedad Civil cuyo objetivo es fomentar el bienestar y la salud integral de la mujer.

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