Cuenta una leyenda que fue el profeta Mahoma quien entregó los primeros gránulos a los pueblos cristianos ortodoxos del Monte Ebrus y que les dio entonces una orden estricta de no difundir su existencia porque tenían el poder divino de alargar la vida de los humanos.
Sin embargo, existe más de una versión sobre su origen. Se habla de que el pueblo sumerio ya los consumía. Y las crónicas de Marco Polo del siglo XIII ya dan constancia de su existencia.
Lo único cierto es que su origen se ha probado en las montañas del Caúcaso, y han dado la vuelta al mundo bajo el nombre de kéfir. En México, los conocemos con un nombre bastante más ordinario y coloquial: “búlgaros”.
Sí, esas minúsculas “coliflores” blandas que, mezcladas con leche, generan una bebida fermentada y ligeramente ácida parecida al yogur, y ligeramente amarillenta.
Pasan los siglos y los milenios, y el cultivo del kéfir mantiene dos características básicas: siempre es artesanal y la transmisión suele ser completamente gratuita.
De hecho, es un cultivo que se ha intentado producir comercialmente, pero que a gran escala, pierde la mayor parte de sus valores nutritivos y curativos. Un misterio que los caucásicos atribuyen al hecho de que fue “un regalo divino” y que, como consecuencia, el hombre jamás podrá pagar.
Técnicamente, los búlgaros son una compleja estructura de 35 bacterias probióticas que se multiplican al contacto con los lácteos, aunque existen también variedades que se reproducen en agua, jugos de frutas o infusiones azucaradas de hierbas.
Los primeros estudios científicos sobre las bondades de kéfir fueron realizados por el Doctor T. Kanschlikow a finales del siglo XIX, un investigador ruso que dedicó la mayor parte de su vida profesional a estudiar el poder curativo del kéfir, que ya en aquel periodo histórico se asociaba con el tratamiento de problemas renales, anemia, artritis e infecciones.
En un salto al siglo XXI, universidades como la de Ohio State University han dedicado largos estudios a estos nódulos. Y el Journal of Dairy Scienc reconoció en albores del 2011 las propiedades antivirales, antibióticas, antifúngicas del kéfir.
Su consumo diario permite a quien lo ingiere regenerar su flora intestinal, mejorar la asimilación de los alimentos y mejorar el funcionamiento de los riñones.
Los nódulos producen una doble fermentación (láctea y alcohólica) que ha probado también en el ámbito científico beneficios en el tratamiento de anemia, asma, bronquitis e irritaciones gástricas y de colón.
La leche kefirada puede ser utilizada sin riesgos de contraindicación en casos de alergias cutáneas y soriasis, y es incluso un antiséptico natural para la cura de heridas.
En resumen, el regreso al pasado. Una apuesta simple por la salud. El kéfir de las abuelas busca su sitio en los hogares del siglo XXI.