Mi soledad se siente acompañada por eso a veces sé que necesito Tu mano, tu mano, eternamente tu mano.
Pablo Milanés “Yolanda” en “Yo me quedo” (1982)
A la mayoría de los seres humanos, ya sean niños, adolescentes, adultos o ancianos, no nos agrada estar solos, muchos le tenemos miedo a la soledad y la evitamos a como dé lugar. Este miedo se origina casi siempre en la infancia y es, por lo general, producto de cierto grado de inseguridad afectiva, misma que nos lleva a establecer lazos de dependencia emocional no siempre muy sanos con nuestros padres, hermanos, amigos, compañeros, pareja y hasta con nuestros hijos. El hombre, como ser social, se acostumbra desde muy temprana edad a estar siempre acompañado por sus semejantes y la idea de encontrarse solo lo puede llegar a aterrar. Este miedo a la soledad suele llevarnos a tomar decisiones no muy afortunadas a lo largo de nuestra vida. Podemos, por ejemplo, aceptar la propuesta matrimonial de una persona de la cual no estamos realmente enamorados y que, quizás, no sea la más adecuada para formar una familia, por miedo a quedarnos solteros o solteras, es decir, quedarnos solos por el resto de nuestra vida.
Existen, sin embargo, personas a las que aparentemente les gusta la soledad, a las que no les importa demasiado pasar una temporada lejos de sus seres queridos, personas que hasta buscan aislarse de los demás. Todos conocemos a unas pocas personas así y, a veces, nos cuesta trabajo entenderlas, aunque a veces nos gustaría ser como ellas y tener esa misma capacidad de disfrutar de la soledad, porque intuimos, de alguna manera, que el pasar momentos con nosotros mismos puede ser de mucho provecho e, incluso, nos puede proporcionar cierto grado de placer.
Pensemos, por ejemplo, en la capacidad que tienen los niños de, sencillamente, contemplar algo que les agrada, de escuchar con concentración sonidos nuevos y olvidarse del mundo que los rodea, perdiéndose en sus pensamientos. Se ha demostrado, por otro lado, que esos momentos de abandono o de mucha concentración son muy necesarios y beneficiosos para el desarrollo psicosocial de los individuos. La soledad en sí no es ni buena ni mala. Hay ocasiones en que estamos completamente solos, sin nadie a nuestro alrededor y no sentimos ningún tipo de angustia, y otras en las que nos sentimos terriblemente solos, aunque nos encontremos rodeados por miles de personas. Y es que hay diferentes tipos o grados de soledad que es necesario aprender a reconocer para poder así enfrentar la que nos provoca emociones negativas y gozar de aquella que nos puede generar sentimientos positivos.
Por otro lado, no hay que confundir la soledad con el aislamiento. El hombre, como ser social, necesita de sus semejantes para sobrevivir y repele, por lo general, el aislamiento. Los niños a los que sus compañeros aplican la ley del hielo, que no son admitidos por alguna razón en ningún grupo, se sienten aislados y sufren por esta exclusión que no desean. Pensemos también en las distintas formas de dominio que pueden existir en una pareja donde, por ejemplo, el marido prohíbe a su mujer trabajar, salir o ver a sus amigas. El miedo al aislamiento, a que te impidan cualquier tipo de contacto con otras personas es muy normal y no debe confundirse con el miedo a la soledad. En el extremo opuesto, existen algunas personas que buscan este aislamiento, que eligen vivir completamente solos y que reducen el número de contactos con sus semejantes al mínimo necesario para sobrevivir. Estas personas son, por lo general, antisociales, introvertidas y no buscan la soledad porque les guste sino porque no soportan la compañía de sus semejantes.
Los momentos de soledad que por circunstancias externas tenemos que vivir, como por ejemplo cuando nuestra pareja se tiene que ausentar por un tiempo o cuando nuestros hijos dejan el hogar, son inevitables y no tienen por qué ser fuente de dolor o sufrimiento. Generalmente, no nos gustan estos momentos que sabemos no son eternos (nuestra pareja va a regresar y podemos seguir viendo y queriendo a nuestros hijos), porque no sabemos qué hacer con ese repentino vacío. Es raro ver a personas que van solas al cine o al teatro o a algún restaurante; tan raro que son pocas las que se atreven a realizar actividades de entretenimiento solas. En otras ocasiones, estos momentos de soledad obligados nos asustan porque sabemos que la única compañía que tendremos es uno mismo y, en el fondo, no queremos estar solos porque este tipo de situaciones nos obligan a reflexionar sobre nuestra vida, nuestros sentimientos y no es algo a lo que estemos muy acostumbrados. Es más, mucha gente que admiramos y consideramos muy sociales, que hacen amigos con mucha facilidad, que son abiertos y se encuentran a gusto en medio de cualquier grupo, son así no por poseer un carácter amistoso, sino porque les aterra la idea de encontrarse solos, de evaluarse y de reconsiderar sus opciones, de manera que prefieren estar siempre muy ocupados y con muchas cosas que hacer y muchas personas que ver.
Todos tenemos derecho a tener momentos de soledad; es decir, a pasar momentos con nosotros mismos, ya sea para reflexionar acerca de nuestra persona o para tomar, una decisión importante, un proyecto de viaje, trabajo, etc., para gozar sin interrupciones de aquello que nos gusta hacer como escuchar música, leer un buen libro o contemplar las estrellas, para sufrir en silencio, para vivir esos momentos en los que no hay quién nos pueda ayudar y que, sin embargo, tenemos que enfrentar. Estos momentos son, por otro lado, muy necesarios y de mucho provecho para contrarrestar el estrés, las presiones sociales o las obligaciones laborales. Es necesario aprender a estar solos sin miedo. Y para ello hay que aprender a estarlo y, sobre todo, dejar que nuestros seres queridos, y principalmente en nuestros hijos, puedan pasar momentos de soledad sin angustias, sin temores, a sabiendas de que al experimentar esos momentos, saldremos fortalecidos, más seguros y más preparados para enfrentar nuestra realidad.